- Por: Kelly F. Cerquera V.
Como es normal, en aquel viejo hospital se escuchaban quejas de enfermos, gritos de locos, los regaños de mi jefe y claro está el llanto por los muertos. Yo como funcionaria, mientras atendía el tedioso inframundo de la facturación no podía evadir las historias de apariciones y espantos que eran frecuentes en mi turno de la noche.
Al mejor estilo de las leyendas urbanas, se repetían las historias de la pálida auxiliar con apariciones inexplicables en las que administraba dosis que calmaban el dolor.
Del niño de las escaleras, que a media noche lloraba sin consuelo, el mismo que captaban las cámaras como una luz que aparecía y una sombra que se diluye.
Aún recuerdo aquel horrible y doloroso 23 de septiembre en el que una columna de la construcción cayó sobre mí, Sentía mucho dolor, pero también una presencia que me quería ayudar, luego escuchaba esos gritos de auxilio, los pasos desesperados, el murmullo de la gente y el ruido de la zona de urgencias. Yo no me podía mover ni reaccionar, sabía que algo pasaba, era como un sueño sin imágenes del cual no podía despertar.
Pues sí, pasaba de ser una trabajadora a ser una paciente más. Aún recuerdo ese frio que recorrió tomo mi cuerpo, me sentía extraña, no podía ver la luz. Mientras estaba en la camilla dejaba pasar el tiempo, miraba a la gente trabajar.
También recuerdo ver a un médico dándole tristes noticias a unos familiares, ellos lloraban… eran mis padres, como pude me acerque a ellos y con inmenso amor los abrace.
Me costaba reconocer que todo era diferente, que no podría recuperarme. Seguía en los pasillos, pero ya no ocupaba mi lugar, mi sueño se acababa, despertaba todos los días en una dimensión desconocida donde nadie me saludaba.
También estaba el obrero que escondía objetos, empujaba gente para ayudarlos y que de vez en cuando repetía los aullidos de dolor que producía el día de su muerte en el ascensor. Historias entretenidas, pero sin sentido ni sustento.
En mi estado convaleciente recordaba lo difícil de la jornada laboral, soportar la madrugada, ya ni el café me mantenía despierta, lo peor del cansancio era sentir la presencia de mi jefe… o de alguien, escuchar cajones que se abrían sin razón o pasos sin que nadie llegara; cosas del sueño pensaba yo.
Pasaban las semanas y mis labores en el área de urgencias se volvían más extrañas, ya incluso de mí se burlaban mis compañeros. Para colmo, a media noche debía recoger facturas transitando por “la ruta infernal”, un largo, oscuro y maltrecho pasillo que siempre estaba en construcción y que de la unidad mental llevaba a la morgue. La ruta ideal.
Con valentía transitaba por esos pasillos, recogía documentos mientras apuraba el paso, pero un día paso lo que nadie podía esperar…